viernes, 1 de agosto de 2008

Guórquinprogres

Fragmentos narrativos.


Todo comenzó cuando una de las lápidas amaneció hecha pedazos, una calurosa mañana de julio. Informada sobre el incidente, la directora del cementerio afirmó de inmediato que se trataba de un acto vandálico, perpetrado por los vagos que irrumpían de noche y se ponían a tomar entre las tumbas, y dio orden de que se incrementara la vigilancia en los alrededores del predio. Uno de los marmoleros, de nombre Israel, tomó la provisión de “parchar" el recuadro de tierra apisonada con una puerta que había sobrado de la última remodelación de las oficinas y la colocó sobre la tierra una vez que la emparejó, y después reunió los pedruscos de granito en una bolsa negra. Antes de eso, había juntado algunas piezas del rompecabezas, por un momento los pedruzcos hablaron el nombre de Jacinto Domitilo Paniagua Sánchez, y los años 1950 – 2005. No había sido él quien lo enterrara: para entonces corría el año de 2006, e Israel apenas estaba cumpliendo ese día un mes trabajando como marmolero en Jardín. Depositó su cosecha lítica en un tambo anaranjado y dio unos tragos a su coca cola. No concebía que alguien se hubiera ensañado de tal modo con la lápida de un difunto. Además, él tenía conocimiento de algunos de los que entraban por la noche a beber, y aunque condenaba sus irrupciones furtivas, de ningún modo conocía a alguien capaz de perpetrar un acto así. Pensó que se podía haber tratado de un accidente, pero aún así le costaba figurárselo. Ya se vería lo que en verdad pasó.

Ciertas cosas han venido ocurriendo de un modo determinado desde tanto tiempo atrás, que a veces nos olvidamos de tomar las precauciones más elementales para lograr la preservación de ese orden natural. Olvidamos la antigüedad utilitaria de algunos ritos. La muerte, por ejemplo, es uno de esos ciclos antiguos. La fe y la experiencia de millones de almas sabe, como ya lo decía uno de mis maestros historia, que de ésta nadie sale vivo. De esa cifra general podemos deducir el grupo, que seguimos contando por millones, de quienes creen al pie de la letra que Lázaro fue resucitado por el imperio del verbo y el amor de Jesucristo. Esas contradicciones son la vida del corazón humano. Sin embargo, el evangelio de San Juan nos informa que la orden de Jesús ante el abrigo rocoso donde habían dispuesto el cuerpo amortajado de Lázaro, fue: “Quitad la piedra”. En ninguna fuente se lee que el Salvador haya ordenado: “Abrid la puerta”. Y eso se explica porque los hombres desde tiempos ancestrales han señalado, y asegurado, el lugar donde duermen los muertos, con materiales hechos de roca. Si considerásemos de antemano la posibilidad de que los durmientes de la tierra despertasen un día a los que alguna vez fueron sus cuerpos, es claro que no colocaríamos lápidas encima de sus lechos ni envolveríamos su sueño en resistentes mausoleos. En ese caso, haríamos precisamente lo que el ingenio de Israel improvisó para socorrer de momento el sueño de Jacinto Domitilo: a la entrada de su descanso pondríamos puertas en lugar de macizos, con tal de facilitar su eventual retorno.
Una vena de luz se dibujó en el cielo de avenida Toluca.

Esa puerta se va a pudrir luego, vaticinó Israel cuando vio los nubarrones que amenazaban con derramarse por la colina. En silencio atendió al rugido del viejo trueno. Por el lado del Periférico se veía también un follaje azul que emborronaba el camino de regreso, a la altura de la gasolinera donde tomaría el segundo pesero hacia la estación Barranca del Muerto.

*

A un año de su muerte fui a llevarle una cajetilla de cigarros al panteón. Nunca estuve de acuerdo en que fumara, como tampoco convine en que su cuerpo fuese inhumado. Lo mejor hubiera sido cremarlo, así lo habría querido el viejo. Pero estoy tan lejos del círculo familiar en el que se toman estas determinaciones, que ni siquiera di a conocer mi opinión. No estuve en condiciones de aportar un centavo para los gastos del sepelio. Concurrí a todo el ceremonial fúnebre y estuve en cada misa del novenario. Esta vez vine solo. Me detengo cerca de su sepulcro, fumo y observo las alas de una estatua que mira hacia la copa de uno de los árboles, señala con su dedo chispeante un sitio meridiano, apoyando un pie y la punta del otro en su pedestal. Dos enormes lunas de piedra erosionada brotan de su espalda, como grandes cabezas de hacha, un rostro sin edad con la barbilla levantada, soportado por un cuello angélico y carcomido. El aire se lleva el humo hasta la estatua, la rodea con un breve listón de niebla. Sobre la cantera que custodia hay una inscripción con el nombre de una persona y otra con un compás y una escuadra, a dos parcelas de distancia de donde yacen los restos de mi padre, un tal Adalberto Inés.

Cristóbal Páramo. Cristo Valedor. Cristo bal panteón.

Es la segunda vez que ese señor y yo estamos juntos en un panteón. La primera fue la mañana de su entierro. Recuerdo ahora el flirteo de dos mariposas que revolotearon sobre la fosa momentos antes de que arrojaran la primera paletada de tierra. Nuestra madre hubiera querido abrazar a alguno de sus hijos, pero se mantuvo sola frente a la última visión del ataúd gris plata que su hermano mayor había pagado. Yo estaba algo apartado del resto y miraba recargado en la cadera de la estatua. Rimescu era abrazado por su novia y dos amigos más lo acompañaban. Vi a mi madre a punto de quebrarse, con las manos una sobre otra a la altura de su vientre, un bolso negro de asa larga que casi nunca usaba colgado del hombro derecho, me percaté de lo delgada que estaba, a parte de que la ropa negra destacaba sus rasgos alargados, e incrementaba su pena. El tío José Alejandro y su esposa Tere, a la que todos llamaban Teisy, esperaban en el automóvil; el tío se había excusado diciendo que el estacionamiento era un relajo y que mejor era ir sacando de una vez el auto. De ahí el tío nos llevó a todos a comer a un restorán de Prado Sur. Yo le tomé la palabra a su probidad compensatoria y ordené un gran trozo de filete y una copa de vino. Me despaché como hacía tiempo no tenía ocasión de hacerlo, pero no es momento de hablar de mi penuria. Mejor es decir que mi madre y mi hermano, con no menos apetito, ordenaron alguna discreta pasta, ensaladas, y bebieron manzanita y agua mineral.

*

El cielo se rompió temprano en la noche. Para entonces Cristóbal Inés se dirigía a una reunión al norte de la ciudad. A su regreso de la tumba de su padre había tomado la micro todo Periférico desde Televisa hasta las torres de Satélite, donde se apeó e ingresó en una taquería que se reflejaba en un estacionamiento anegado, a esperar que el agua amainara un poco. Pero siguió lloviendo a cántaros. Pagó la cuenta después de cuarenta minutos y caminó diez cuadras cuadras bajo la lluvia para presidir el encuentro de la Tétrada, que tal era el nombre del círculo disidente que formó Cristóbal con antiguos compañeros de la universidad. La última imagen que veremos de él, antes de volver al panteón, es la de sus anchos hombros de remero xochimilca abriéndose paso entre firmes agujas de lluvia que se irisan de pronto, bajo los reflectores que van despertando sus pisadas desiguales, de pesado péndulo, su barba escurriendo y la punta del bastón que anunciaba su llegada a casa de Vicente, con un claqueo en el mosaico, su saludo seco ante las miradas de los concurrentes, de inmediato reparó en dos rostros nuevos, unos chavitos, y en la reconfortante ausencia del lobo, que se podía sentir en el aire de aquel coloquio. Vemos también a una mujer que pone el cenicero que tiene sobre el regazo en una mesita con libros, apaga en él una espera, se levanta de un raído sillón verde que cruje, y va y abraza al joven Inés, su humanidad de árbol mojado, y estrechando los brazos nudosos y desapegados, donde ella había depositado tanto amor y tanta angustia, le dice, Cristóbal, tuve una pesadilla loquísima anoche, necesito contarte... Hueles a alcohol. De dónde vienes? Fui al panteón. Y adivina... Vi pasar un águila en el rato que estuve ahí...

Ante la magnitud de la tormenta, no hubo necesidad de hacer los rondines de vigilancia nocturna. Los veladores se resguardaron en la caseta y no salieron de ahí en toda la noche, aunque a la una ya comenzaba a escampar. Un destello lívido con forma de araña se repartía por el aire, una llama glauca y temblorosa que se iba iluminando en los cercos metálicos de las sepulturas, recorrió el aire electrizado, quedó un instante en vilo sobre la tumba de Jacinto Paniagua, y por momentos parecía que la puerta estuviera a punto de incendiarse al contacto con aquella masa iónica. El último relámpago se ahogó en el horizonte de la Ciudad de México, y el Fuego de San Telmo pereció absorbido por la puerta que Israel había ideado.

*
Hace tiempo, cuando iba en la preparatoria, volví a casa una noche y me recibieron con una bolsa blanca de una marca de ropa italiana, un regalo del tío José Alejandro para mí. La bolsa contenía tres camisas de seda, de inmediato se echaba de ver que le habían costado una lana, pero muy pronto fue conocido que tenían los codos agujereados. Se las devolví amablemente con su chofer, provistas de una aguja y un hilo y una nota donde le rogaba tuviera la gentileza de coserlas.
*

Y ellas? Quiénes son ellas? Quiénes fueron en vida?, preguntó Cristóbal a uno de los músicos que habían perecido en un accidente automovilístico, indicando con una mano abierta que parecía pedir sin ánimo una moneda del cielo, el lugar donde una sombra de mujer, sentada en un bloque de cemento, al lado de su propio sepulcro abierto de par en par, abrazaba a una niña muy pequeña en sus brazos, a la que apenas se escuchaba llorar. El que había sido un excelente trompetista respondió, animado por las hogueras que ardían en grandes cubos metálicos, en torno a las cuales los lázaros pasaban sus noches de vigilia:

A ellas las fuimos a sacar entre Renato y yo. Por allá de la cuarta o quinta noche escuché unos tenues gemidos, que al principio creí ser de un gato. Cosas así se escuchan todo el tiempo. Luego constaté que provenían de debajo de la tierra, y de inmediato se lo comuniqué a Don Jacinto, pero aferrado como estaba en destenterrar su memoria, no me hizo caso. El cabrón no hace otra cosa que barajar nombres y cantidades de gente que le debía dinero cuando falleció. Parece que lo enterraron hace muy poco, de modo que cierto papel que traía cosido a su saco cuando fue emboscado por un aneurisma, se conserva legible. Y sabes qué es lo que trai el chingado papel? Una lista de deudores. Jacinto Domitilo está convencido de que le permitirán salir del cementerio para reclamar sus ahorros bancarios y cobrar lo que se le audeuda. No se puede contar con un hombre así, aún si está muerto. Renato, el percusionista de nuestra banda, quien esa noche se sentía terriblemente, entre las visiones aterradoras que lo perseguían desde del otro lado, y las chinches que estaban sobres con su cadáver, no obstante se prestó a ayudarme. Con una fuerza que me sorprendía, conseguí destruir la losa, de la cual no logré retener los nombres. Descavamos una eternidad para descubrir, luego de grandes esfuerzos, el cuerpo redivivo de una mujer que había sido enterrada con una niña en brazos, entusadas en un pequeño féretro… Lloraban de miedo, al principio la mujer se resistía a moverse, a hacer cualquier intento por volver a la superficie. No ha dejado de orar desde entonces.

*
Una esencia de rosa envolvió a Cristóbal Inés mientras Saranela extendía sus alas y los remanentes de la prisión se iban resquebrajando, los trozos de mármol degajándose de ella como costras viejas. Las manos ligeras de la estatua comienzan a trazar caminos en el aire, como remos que nacen a las aguas, emulando un vuelo. Asiste al amanecer de sus senos. Luego busca el modo de descender del pedestal en que había estado en pie durante años. Saranela desprendía por todo su cuerpo un fuerte hálito de luz perfume raro y pesado, que en un instante había vuelto el aire irrespirable, y Cristóbal tosió y creyó que se quedaba ciego, y le hubiera gustado llorar inmóvil ante aquella figura libertada, que nunca dejaría de conmoverlo, aunque muy bien podía tratarse de su puerta de entrada al laberinto de la ceguera y la locura, donde sería una voz y un silencio errantes, un hombre que no consiguió volver a casa, un quedado en el viaje. En eso momento nada tenía tanta importancia como lo que estaba ocurriéndole. La que había sido estatua propia buscaba el modo de echar pie a tierra. Pudo haber emprendido el vuelo desde donde estaba, ahora que era libre de hacerlo. Porque se iría, de un momento a otro su partida debía consumarse. Pero antes de volar, Saranela quiso bajar a la tierra. Un instante que sería el más breve de su existencia labrada en solitarias eternidades. Pasajero como el rubor que subía por su carne. Atraído por aquellos esplendores, Cristóbal se aproximó a la base granítica, alargó su brazo derecho y ofreció su mano a la que ya no era estatua: tenía algo importante que decirle. Y ella demoraba su vuelo y se hurtaba a su destino de nubes porque quería escuchar. Era una estatua curiosa. Cuando sus manos se tocaron nació un árbol en alguna parte. Entonces la mujer dio el salto. En los brazos del tambaleante Inés, Saranela respiró profundamente el aire salitroso del cementerio, apenas lavado por la lluvia. Pegó su nariz al pecho de Cristóbal, y pasó la lengua varias veces por el cuello y el rostro que sus manos estrechaban. Con un beso exhaló el tiempo de un saludo, a medida que una lengua tibia y correosa tendía puentes y cavaba túneles en su boca despertada. Cayeron de hinojos en el barro, entrelazados tenzamente, y después de una mirada de ávido reconocimiento estallaron en risas. Se amaron en un lecho de humus fresco, entre perpetuidad y renacuajos.

A un lado de ellos, la fosa con el ataúd anegado que unos días atrás quedó vacante. El sepulcro del hombre que esculpió a Saranela para que custodiara su sueño, como una casa que el dueño dejó sin cerrar.

Saranela revolotea y brama con celo, el plumaje que hace sombra en su espalda lo salpica todo de un color glauco. Saranela se curva dulcemente sobre su espalda mientras las venas Cristóbal se estiran hacia ella como raíces, un árbol de follaje oscuro que se va llenando de pájaros en su vientre.
La carne que le fue dada huele a ostra y sabe a uvas añejas.
*
Te doy turquesas del Sinaí, obsidianas de Anatolia, esmeriles palestinos del color de la brisa mediterránea. Rosas de Damasco para tu seno, fragancias arábigas que beban las horas del tigre en tu cuello. Ritmos dionisíacos de Tracia, canciones de cuna de alguna corte normanda. Un piropo en langue d’oc, o en chontal. Te doy también los tremulantes puentes del humoso Periférico, sobre todo los del sur, de San Jerónimo en adelante, y especialmente el de Cuicuilco, de todos el más querido por el sol, el cual ni tú ni yo podríamos recordar cuántas veces hemos cruzado.
*
En la casa de la Roma hay un intérprete de bolsillo en octavo, de pastas anaranjadas, que le perteneció a mi padre. El viejo era un apasionado de París. Recuerdo esa boina puntiaguda que trajo alguna vez a su vuelta de cierto viaje a Europa, el extraño juego que hacía con su ancha cabeza de ídolo tabasqueño me hacia reír tanto. Cuando se emborrachaba, yo sacaba partido de su adormecimiento para quitársela y se la ponía a mi hermano, que siempre quería jugar mis juegos, y los sazonaba con ideas tan sabrosas como ataviar con la boina a alguno de los muchos perros que tuvimos. Al viejo nada de eso le importaba, en aquellos momentos, en realidad era como organizar bromas para un fantasma, el dueño del intérprete français-espagnol anaranjado, asiduo bebedor de lejanías. Aún recuerdo el orgullo de su pecho cuando aseguraba que él no se había perdido una sola vez en París ni en Tokio. Acaso el cuento no fuera del todo inverídico: dejó un cajón repleto de mapas, mapas árticos, mapamundis, cartas geográficas de Singapur, planos turísticos del centro de Caracas o de Minnesotta. Itinerarios del metro de París. (Comment est-ce-qu’on dit un chingo de boletitos en francais?). La música de esos nombres sigue fascinando y fascinará mis oídos aún si llega el día en que se me llenen de pelos blancos.

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