domingo, 17 de agosto de 2008

O quizá sería mejor decir un sueño de camaleones bajo el sol, la sobremesa marginal de los lagartos.
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Una metáfora inmemorial, asumida como verdad mítica de la creación por varios pueblos precolombinos, entre ellos los mayas y los toltecas, asegura que la tierra es un gran cocodrilo, y que su espalda alguna vez estuvo cubierta de montañas. En el Museo de Antropología, a lo largo de varias salas, abundan las estelas y las figurillas que una y otra vez nos reiteran esa misma protometáfora, tal y como ocurre en la tradición poética desde que se acuñó la Epopeya de Gilgamesh, ciertamente una reiteración de algo que ya existía al interior de otra tradición, la oral. Mímesis que bordan un testimonio de la realidad, la vuelven legible, entregan el todo no mediante la suma, sino gracias a una cierta combinación de sus partes, procedimiento par excellence de los tropos y las sinécdoques de la poesía y del mito. Para suplir la insuficiencia del lenguaje, es necesario dotarlo de nuevos poderes significativos, y así lograr que la palabra cocodrilo alcance para nombrar la tierra, más aún que la palabra tierra. Es un trozo de memoria divina que prevalece en el imaginario prehispánico de manera fragmentaria, disipativa, semejante a los restos de un sueño.
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En todas partes los hombres han soñado con dragones y ofidios alados, con serpientes.
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Una representación del Ouroboros, la serpiente de la eternidad que se muerde la cola, aparece en el Codex Marcianus, uno de los tratados más antiguos (siglo II d.C.) que se conserva de la alquimia helénica, complementa la imagen fabulosa con una inscripción que dice: Hen to Pan (El Uno, El Todo), es decir, el punto de existencia donde no existe la ruptura entre significante y significado. Pensar en otros mundos, en otras vidas, en fin, en la muerte, es pensar en otras formas de lenguaje, y el sueño es otra forma de lenguaje.
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El dios Thor de la mitología escandinava doblegó a la serpiente Midgård, alegoría del caos primordial, y después la dejó en libertad...

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