domingo, 17 de agosto de 2008

Cambios en la vida de una joven mujer



Pasaron tres meses después de aquella tarde, en los cuales Simbelina creyó que había sido engañada. En más de una ocasión, habiendo vencido sus pavores, acudió en busca del lugar donde había acontecido su encuentro con el Callado, aunque hubiera preferido mil veces encontrarse antes con cualquiera de sus ayudantes, incluso con el que había abusado de ella, antes que estar nuevamente en la terrible presencia del que no tenía una sino dos voces. Nunca logró dar con aquella sede nocturna, y al cabo de dos meses comenzó a llegar la resignación, acostumbrada como estaba a que su vida fuera reacia, marcada por la frustración y el tedio. Salió de la casa donde vivía con su madre en Iztapalapa, y fue en metro hasta Pino Suárez, esperando encontrar a un amigo suyo que atendía un puesto de ropa en la plaza. Cuando subía las escalinatas rumbo a la superficie, una anciana limosnera le cerró el camino, de pie en el siguiente escalón: le extendió el cuenco de las monedas boca abajo, casi le tocaba el rostro con uno de los bordes. Simbelina subió dos escalones y procuró seguir adelante por un costado de la anciana, pero cuando estuvo más cerca de ella un hilo de voz le dijo: no se desespere, chiquilla… Y cuando se volvió para mirar a la desamparada, se percató de que tenía un nubarrón brillante en uno de los ojos, mientras que el otro atisbaba incierto. Unos dientecillos almenados dejaban salir una sonrisa tenue, chacotera. El cuenco de las monedas había vuelto a su posición lógica. Simbelina sacó de su chamarra dos pesos. La vieja murmuró una bendición al sentir el golpecito de la moneda en el cuenco de plástico, y con su mano de manglar guardó de inmediato la dádiva en un costalito que colgaba sobre su cadera, y que cubría una punta del chal. Simbelina recordaría ese momento mucho tiempo más tarde.

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